miércoles, 29 de septiembre de 2010

Noche de otoño

Las noches de otoño siempre han sido mis favoritas. No son tan frías como las de invierno ni tan calurosas como las de verano. Incluso el aire es distinto que en primavera, con la caída de las hojas se respira un aire melancólico y funesto. Sin embargo, me siento en paz, la tranquilidad me embriaga y me acompaña durante todo el trayecto.

Sigo el mismo camino que ayer y anteayer, y que prácticamente, todos los días. Los matices del parque a altas horas de la noche son espectaculares. Los ocres y naranjas de las hojas se mezclan con la tímida oscuridad y la tenue luz proyectada por los pocos faroles dispersos por el lugar. Este juego de luces y sombras se esboza levemente sobre el río que yace plácidamente sobre su propio navegar.

El idílico paisaje me hace pensar en mi vida, en el trayecto que he recorrido a lo largo de los años. Todas las veces que me he equivocado, todos los problemas que aún conservo, a cada paso van desapareciendo de mi mente, con cada paso entro poco a poco en el sopor del trayecto, fundiéndome con el paisaje. El quebrar de las hojas bajo mis pies, el viento soplando entre los árboles, el cielo estrellado. Todo forma parte de mí ahora, respiro con los árboles, vuelo con las aves, crezco con la hierba. Cuanto más me adentro en la espesura más me alejo de mi vida. Una vida que ya observo desde la lejanía, sin temor de lo perdido, sin pesar por lo dejado.

Hace más frío de lo que esperaba. El aire de mis pulmones se condensa formando un espeso vaho que empaña el ambiente. La niebla bordea los árboles acariciando suavemente el horizonte. La espesura derrite el paisaje en un níveo y frío color que cala en los huesos. Cada vez me siento más entumecido, pero no me molesto por ello, me siento más ligero. Tengo sueño, la liviandad de mis pies contrasta con la pesadez de mis párpados. Camino con torpeza, buscando un lugar donde descansar, pero no veo. Me doy la vuelta, pero estoy en el mismo sitio, no existe el norte en lugares como este, ni tampoco es necesario. Continúo caminando mientras pienso divertido en el misterio generado por mi ausencia, rio por dentro imaginando los ceños fruncidos de amigos y familiares.

Un pensamiento me atraviesa el pecho parando mi corazón por un instante. Ese extraño sentimiento detrás de la oreja, esa sombra que pasa inadvertida por el rabillo del ojo. Una verdad a medias que no quieres aceptar, un destino trágico que no quieres creer. Asustado, acelero el paso buscando una referencia que me permita huir de esa trampa mortal. Escucho el oscilar del agua golpeando la orilla. Me acerco temeroso a lo que parece un pequeño muelle. Ando precavido por la roída madera que se hunde a cada paso. A lo lejos vislumbro una figura en una pequeña barca. Sus ojos de un azul intenso me miran expectantes.

¿Vas a alguna parte joven? Preguntó jocoso el barquero mientras lanzaba una pequeña moneda al agua.

jueves, 9 de septiembre de 2010

La verdad es la locura de los que no quieren saber

Y eran dos locos caminando por el patio del loquero. Dos almas que tiempo atrás perdieron el rumbo, navegando como un barco sin timón. Dando vueltas por el mar, un mar de locura en el cual no podían echar el ancla. Perdidos en la bruma, sin saber quienes eran. Ninguno de los dos se atrevía a preguntar, ninguno de los dos osaba hablar. Tanto uno como el otro temían la verdad. La verdad de que estaban locos, de que no tenían cura. La verdad que les quemaba por dentro y les atormentaba por las noches. Su locura era esa verdad, la verdad que se formaba a su alrededor. Las cuatro paredes de su celda, los pasillos de aquella cárcel y los muros que los enjaulaban en la verdad, en su locura. Nadie los miraba, estaban locos, ni ellos mismos atrevían a mirarse. Nadie los tocaba, estaban locos, ni ellos mismos atrevían a tocarse. Nadie les hablaba, estaban locos, ni ellos mismos se atrevían a hablar. Dormían y despertaban en la misma pesadilla. La pesadilla de su locura.

Mientras caminaban, uno de ellos tropezó con una de las piedras del jardín cayendo de bruces. Al levantar su magullada cara, observó el cielo. Un cielo azul que cegaba, notaba el calor del sol golpeando su cuerpo y la suave brisa de la mañana acariciando su pelo. Un rayo de luz lo despertó de su pesadilla, dándole algo por lo que vivir. La verdad que le había sido arrebatada podía ser suya. Se levantó renovado y voló hacía donde se encontraba la puerta. Los carceleros le prohibieron el paso. Volvió de nuevo al patio, vistiendo como un loco, sintiéndose como un loco, pero sabiendo que podría cambiarlo todo. Miró a su compañero loco, seguía inmerso en su verdad. La angustia recorrió todo su cuerpo haciéndole saber que debía salir de allí. Intentó escalar el muro, pero era demasiado alto y jamás podría superarlo.

Desesperado, comenzó a golpear el muro con sus manos, buscando la ansiada verdad, la libertad, el fin de su locura. Con cada golpe se hería las manos. A cada golpe, el siguiente era más fuerte. Cada golpe le llenaba de esperanza. Veía inmensos prados abrirse ante él, las nubes acariciar el cielo con sus sedosas manos, las aves volar sin temor. Quería ser prado, quería ser nube, quería ser ave. Pero el muro no cedía, cuanto más deseaba ver la nueva verdad del mundo más se hería. Aún así, no podía dejar de intentarlo. Quería volar por el cielo azul sin temer a lo terrenal, a lo falso, a su locura. Los golpes manchaban el muro de su roja y viscosa locura, salpicando su rostro, riéndose de él. A pesar de su insistencia el muro cada vez se hacía más alto y más grueso. Pero no podía abandonar, no quería convertirse en un loco, no quería aceptar esa verdad.

Golpeó con sus manos durante días, aún cuando se le quebraron los huesos, aún cuando no le quedaba ni una sola gota de sangre, siguió golpeando. Cayó dolorido, con sus manos ensangrentadas y la mirada fija en el cielo. Había perdido, seguía vistiendo como un loco, seguía sintiéndose como un loco, pero algo había cambiado.

Aquel loco, que aún loco, quiso ser otro. Murió bajo el húmedo prado, murió acariciando las nubes, murió siendo un ave.