Pasaban
ya varías horas de la medianoche. La ciudad se sumía en calma,
interrumpida ocasionalmente por algún vehículo o algún borracho
buscando a ciegas un lugar donde dormirla. En este caso eran Roberto
y Ana quienes paseaban por aquellas callejuelas del casco viejo de la
ciudad. No era el mejor sitio para pasear de noche, pero era una
ocasión especial. Habían salido a celebrar su ascenso, y que mejor
manera que ir con Ana, su amor platónico de toda la vida. Una
barrera tan difícil de romper como lo era bajar la erección que
tenía nada más pensar en su piel de terciopelo y en sus carnosos
labios. Él era bastante tímido, tenía intención de declararse,
pero había bebido alcohol de más aquella noche y dijese lo que
dijese, no saldría bien.
Ella
no parecía pasarlo mal, tenía el ceño medio fruncido pero sonreía
al ver las caras que ponía Roberto al intentar recordar donde
diablos había aparcado. No podía evitar mirarle el culo, su
indisposición le había regalado que Ana le ayudase a caminar
ofreciéndose como apoyo. Y él juraba y perjuraba que aquel culo
podría aguantar los cimientos de una sociedad. Pero temía demasiado
expresar sus sentimientos, tanto que decidió caminar él solo.
Tropezó, obviamente.
Ana
no paraba de reír ante aquella extraña escena. Roberto había
tropezado no una ni dos, si no hasta tres veces con él mismo para
acabar estrellándose en unos cubos de basura del callejón. Maldijo
su suerte e intentó levantarse. Estaba llenó de mierda, ahora
seguro que no era buen momento para tener esa
conversación. Las cuatro letras que componen asco eran insuficientes
para expresar lo que sentía. Ella hacía gestos para que no se
acercase mientras intentaba contener la risa.
Un
grito rompió con el buen ambiente. El cruce ocasional de un coche
había iluminado completamente el callejón y lo que Roberto no pudo
ver por estar de espaldas, sí lo vio Ana. Él se giró asustado. Vio
de donde provenía ese olor, vio las moscas y como no, vio el
cadáver. Le bajó el pedo
tan rápido que se puso completamente blanco y vomitó. El hombre, o
lo quedaba de él estaba junto a los cubos de basura donde había ido
a parar Roberto. Parecía que acababa de perder la vida. Roberto, en
un acto de valentía o más bien de estupidez se acercó para
cerciorarse de que estaba muerto. Puso sus dedos índice y corazón
en el cuello, sobre la aorta. Lo había visto mucho en televisión,
se suponía que debía notar algo, pero definitivamente aquel tipo
estaba acabado.
– Aún está caliente
– murmuró Roberto
– ¿Cómo?
– No hace mucho que
ha muerto
– ¿Ahora eres
forense? - inquirió Ana alterada por la situación – Tenemos que
llamar a la policía... ellos sabrán que hacer.
– ¡Mierda!
- Roberto comenzó a agitarse nervioso y en un acto de estupidez
lanzó su chaqueta.
– ¿Qué te pasa?
– Me he llenado de
sangre – Roberto le mostró las manos y la ropa. Ana se asustó y
comenzó a sollozar desconsoladamente. Maldijo su suerte de nuevo.
Uno de los tantos
portales, para su mala suerte el que estaba justamente al lado del
callejón, se iluminó. Una respetable mujer salía a sacar la
basura. No le cabía en la cabeza porqué aquella maldita vieja no
había sacado su mierda antes. Se les quedó mirando, y durante unos
pocos segundos dio la sensación de que no los veía, al segundo
después comenzó a gritar buscando socorro. Una reacción normal,
dada la situación. Ana se vio envuelta en algo demasiado inverosímil
para su simple existencia. Comenzó a correr como alma que lleva el
diablo, la muy zorra lo dejó tirado a la primera de cambio. Todo el
amor que una vez sintió por ella se desvaneció y lo único que
quedó fue el deseo de que en su huida se encontrase con el amigo del
cadáver. La mujer seguía gritando.
Como envidiaba a
aquel cadáver, no sentía nada al estar muerto y tampoco tenía que
preocuparse por problemas de mortales, su alma ahora estaría vagando
por el infinito o quizá se había reencarnado en algún tipo de alga
marina. Él debía hacer algo con sus problemas, que por si fuera
poco un cadáver, ahora debía cargar con dos.