martes, 21 de febrero de 2012

Los muertos de Roberto


Pasaban ya varías horas de la medianoche. La ciudad se sumía en calma, interrumpida ocasionalmente por algún vehículo o algún borracho buscando a ciegas un lugar donde dormirla. En este caso eran Roberto y Ana quienes paseaban por aquellas callejuelas del casco viejo de la ciudad. No era el mejor sitio para pasear de noche, pero era una ocasión especial. Habían salido a celebrar su ascenso, y que mejor manera que ir con Ana, su amor platónico de toda la vida. Una barrera tan difícil de romper como lo era bajar la erección que tenía nada más pensar en su piel de terciopelo y en sus carnosos labios. Él era bastante tímido, tenía intención de declararse, pero había bebido alcohol de más aquella noche y dijese lo que dijese, no saldría bien.

Ella no parecía pasarlo mal, tenía el ceño medio fruncido pero sonreía al ver las caras que ponía Roberto al intentar recordar donde diablos había aparcado. No podía evitar mirarle el culo, su indisposición le había regalado que Ana le ayudase a caminar ofreciéndose como apoyo. Y él juraba y perjuraba que aquel culo podría aguantar los cimientos de una sociedad. Pero temía demasiado expresar sus sentimientos, tanto que decidió caminar él solo. Tropezó, obviamente.

Ana no paraba de reír ante aquella extraña escena. Roberto había tropezado no una ni dos, si no hasta tres veces con él mismo para acabar estrellándose en unos cubos de basura del callejón. Maldijo su suerte e intentó levantarse. Estaba llenó de mierda, ahora seguro que no era buen momento para tener esa conversación. Las cuatro letras que componen asco eran insuficientes para expresar lo que sentía. Ella hacía gestos para que no se acercase mientras intentaba contener la risa.

Un grito rompió con el buen ambiente. El cruce ocasional de un coche había iluminado completamente el callejón y lo que Roberto no pudo ver por estar de espaldas, sí lo vio Ana. Él se giró asustado. Vio de donde provenía ese olor, vio las moscas y como no, vio el cadáver. Le bajó el pedo tan rápido que se puso completamente blanco y vomitó. El hombre, o lo quedaba de él estaba junto a los cubos de basura donde había ido a parar Roberto. Parecía que acababa de perder la vida. Roberto, en un acto de valentía o más bien de estupidez se acercó para cerciorarse de que estaba muerto. Puso sus dedos índice y corazón en el cuello, sobre la aorta. Lo había visto mucho en televisión, se suponía que debía notar algo, pero definitivamente aquel tipo estaba acabado.

Aún está caliente – murmuró Roberto

¿Cómo? 

No hace mucho que ha muerto

¿Ahora eres forense? - inquirió Ana alterada por la situación – Tenemos que llamar a la policía... ellos sabrán que hacer. 

¡Mierda! - Roberto comenzó a agitarse nervioso y en un acto de estupidez lanzó su chaqueta. 

¿Qué te pasa?

Me he llenado de sangre – Roberto le mostró las manos y la ropa. Ana se asustó y comenzó a sollozar desconsoladamente. Maldijo su suerte de nuevo.

Uno de los tantos portales, para su mala suerte el que estaba justamente al lado del callejón, se iluminó. Una respetable mujer salía a sacar la basura. No le cabía en la cabeza porqué aquella maldita vieja no había sacado su mierda antes. Se les quedó mirando, y durante unos pocos segundos dio la sensación de que no los veía, al segundo después comenzó a gritar buscando socorro. Una reacción normal, dada la situación. Ana se vio envuelta en algo demasiado inverosímil para su simple existencia. Comenzó a correr como alma que lleva el diablo, la muy zorra lo dejó tirado a la primera de cambio. Todo el amor que una vez sintió por ella se desvaneció y lo único que quedó fue el deseo de que en su huida se encontrase con el amigo del cadáver. La mujer seguía gritando.
Como envidiaba a aquel cadáver, no sentía nada al estar muerto y tampoco tenía que preocuparse por problemas de mortales, su alma ahora estaría vagando por el infinito o quizá se había reencarnado en algún tipo de alga marina. Él debía hacer algo con sus problemas, que por si fuera poco un cadáver, ahora debía cargar con dos.

jueves, 9 de febrero de 2012

Me he roto el culo y no tengo otro



Me he roto el culo y no tengo otro.
Culo flaco, culo cebado.
Algo fofo, poco entrenado.
Pero como el culo de uno, ninguno.
¡No me importan mis extremidades, la vista, el oído o el olfato!
Lo que yo quiero es mi culo.

Me he roto el culo. No soy Jennifer López. No tengo seguro.
Ya no hay sillones que valgan la comodidad de mi culo.
Pues a culo roto en todo asiento me piso el escroto.
Las nalgas ya no me sujetan los muslos y pierdo las piernas a cada segundo.
Recuerdo días felices en los que me podía rascar el culo mientras, ahora, me arrastro moribundo.

¡Qué mi legado no cometa el mismo pecado!
Decidle a mi hijo que lo quise como a mi culo.
Decidle también que cuide bien el suyo.
Pues el mejor amigo del hombre es su culo.
Y quien no lo cuide debería irse a tomar por ****

martes, 7 de febrero de 2012

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Le miró directamente a los ojos. Temblaba, estaba nervioso y a la vez enfadado, también temeroso. Fruncía el ceño y levantaba la parte izquierda de su labio superior con provocación. Los ojos vidriosos lo delataban, era tan inseguro como un castillo de naipes a la intemperie. Sus fuerzas le abandonaban por momentos. Abrió la boca con ademán de hablar, pero por su garganta el pánico intentaba escapar, dejando sólo un leve chirrido ahogado por su forzosa respiración. Sonreía con un rostro tan serio que casi se eludía el hecho de que temblaba y sudaba como si estuviese a punto de colapsar. Y lo estaba.

– Te odio, te maldigo – Poco a poco su voz fue ganando fuerza, respaldado por el poder de las palabras que entonaba. Pues voz y palabra, no son nada si no van a una. La voz es el cañón, y la palabra el proyectil, pero las palabras no matan. Al menos no como lo hacen las balas.

– Eres cobarde, débil y sumiso – Sus dedos, antes pálidas extensiones de sus manos, ahora se engarzaban en ambos puños. Sujetaba con fuerza sus ideales, para no perderlos, para no olvidarlos.

– Hablas tanto que ya no sabes que es verdad, prometes tanto que ya no sabes que cumplir – Su cuerpo se había relajado, la sensación que lo había llevado allí se había transformado poco a poco en algo quizá más esperanzador.

– Pero eso ya se ha acabado, aquí y ahora. No eres más que el vestigio de algo que pronto nadie recordará – Levantó sus ideales en forma de puño, no con violencia, sino con determinación. La violencia es sólo el amparo de los que no tienen razones lógicas para respaldar sus ideales.

Estrelló su puño, liberándose en cientos de pequeños cristales que cayeron al suelo en un victorioso estruendo. Cada uno de ellos le devolvía la mirada con distinta forma y angulo. En todos podía observarse ese espíritu renovado que había conquistado.


Tras esto se enfundó su traje, su mono de trabajo, su chándal o su vestido. Y cogió su maletín, su mochila, su caja de herramientas o su bolso