Cada mañana despierto
con un frío aliento en mi nuca. Ese odioso helor recorre toda mi
espalda hasta que consigo espabilarme por completo. Me detengo, ya
vestido, en el umbral de mi habitación. Una extraña sensación nace
en mi estómago para acabar estrellándose en las sienes. Miro de
reojo hacía la cama, esperando encontrar algo que sé que no puede
estar ahí. Todas las mañanas sucede exactamente lo mismo. Pero esta
locura es normal en la época del año en la que nos encontramos. El
invierno llegó hará unos meses, metiéndonos de lleno en la densa
niebla y la espesa nieve. Aún queda mucho para que el sol vuelva a
brillar sobre nuestras cabezas.
No me quejo. Es un pueblo
tranquilo, la gente es agradable y tengo un buen trabajo. Pero es
este frío, que te cala los huesos enfriándote hasta el carácter. A
nadie le gusta que fallen los generadores eléctricos, que se
congelen las cañerías o quedarse incomunicado durante varios días.
Es el precio que hay que pagar por la tranquilidad de vivir alejados
de la mano del hombre.
Al asomarme por la
ventana unos ligeros copos de nieve golpean mi cara con tal levedad
que consiguen retomar su descenso como pioneros de la jodida ventisca
que se avecina. Las previsiones meteorológicas son bastante más
pesimistas que de costumbre, lo que ellos consideran la gran nevada
del siglo para nosotros es sólo otro día más en este témpano al
que llamamos hogar. Suerte que mi difunto padre fuese bastante
paranoico con la idea de morir de frío y hambre en casa. Supongo que
no me faltarán provisiones.
Echo de menos al viejo.
Nuestra relación no era perfecta, ni mucho menos, pero pasamos algún
que otro buen momento. Él me metió en la cabeza la idea de ser
notario. Me trasladé a vivir aquí cuando falleció hará cosa de un
año. Soy el único heredero en su testamento, nunca le importó una
mierda el resto de su familia, llegué a heredar incluso su puesto de
trabajo. La demencia senil fue a peor en los últimos meses. Los del
hospital me contaron que se pasaba horas farfullando historias sin
sentido y que se le veía todo el tiempo aterrado por lo que su
propia mente le hacía ver. Me estremezco de pensarlo, me hubiese
gustado verlo una última vez.
Mientras desayuno en la
sala de estar observo algo que había pasado desapercibido en las
últimas semanas, una pequeña grieta en la pared, no más allá de
una simple línea dibujándose desde una de las ventanas hasta el
marco de la habitación formando una especie de mueca. La casa ya era
vieja cuando la compró mi padre y el tiempo pasa el doble de rápido
con este tiempo tan irregular. De todas formas una grieta en una
pared de escayola no es algo muy alarmante. El timbre de la entrada
me saca de mis pensamientos, es extraño que alguien quiera verme a
pocas horas de que arrecie la ventisca. Conforme me voy acercando a
la puerta noto un leve silbido en los oídos, algo casi
imperceptible, algo que cuando me gire sé que desaparecerá. El
silbido desaparece antes incluso de girarme, otro ruido pone mis
sentidos en alerta. Encima mío, en el techo, unas diminutas pisadas
y el roer de lo que seguramente sea una rata. Perfecto, al menos no
pasaré la ventisca solo.
La puerta chirría
advirtiéndome algo que ya sé. No hay nadie. Puede que el timbre de
la puerta esté roto, o quizá no. No voy a preguntar si hay alguien,
pues sé que no lo hay. A lo mejor no estoy hecho para un invierno
tan duro. O quizá sólo estoy algo estresado por lo que pasó con mi
padre. Nada más volver adentro la corriente creada entre la casa y
el portal provoca un clamoroso portazo. Mis nervios se quiebran como
lo hace la arcilla al ser amasada durante demasiado tiempo y suelto
un pequeño grito. Tardo unos largos segundos en reaccionar, aún
temeroso me acerco a la puerta, preguntándome sobre qué busco en
realidad. Contengo la respiración y pego la cara a la puerta
intentando captar algún sonido más allá de la gruesa madera. No
consigo oír nada aparte de mi forzada respiración y el constante
bombeo de sangre de mi agitado corazón. Es de locos. Intento
tranquilizarme, cierro los ojos pensando en lo estúpido que es todo
esto y cuando por fin parece que consigo calmarme noto en el cogote
una ligera sensación de calidez, la calidez se convierte en un
suspiro tan helado que comienzo a tiritar, pero no de frío. Un temor
tan grande como la certeza de que al volverme no habrá nada a lo que
temer.
Recorro toda la casa
armado con un cuchillo de cocina y la falsa seguridad de poder cortar
fantasmas. Abro todas las puertas, enciendo todas las luces y me
cercioro de que no hay nada en ningún rincón. No sé bien que estoy
haciendo, me veo a mi mismo parado en el trastero mirando con los
ojos desorbitados unos estantes completamente vacíos. Me da miedo
estar perdiendo la cabeza. Me vendría bien una ducha caliente, pero
no hay agua. Maldigo mi suerte mientras cierro la puerta pero ésta
se cierra de golpe. No hay corriente. Oigo unos ligeros golpes al
otro lado, unos golpes que se convierten en una lluvia de puñetazos.
Intento abrir la puerta, pero el pomo no cede. Doy unos pequeños
pasos hacia atrás, completamente helado por el miedo a lo
desconocido. Los golpes son cada vez más fuertes, no sé como, pero
se sincronizan con el latido de mi corazón, que cada vez es más
rápido y temo pensar que no soy yo quien marca el ritmo. Dejo el
cuchillo en el suelo y en un acto desesperado me lanzo con el costado
para intentar abrir la puerta, cede bajo mi peso y se abre, los
golpes cesan. Ojalá hubiese algo al otro lado, pero no, mi temor se
alimenta de no saber que pasa, de pensar que me vuelvo loco.
Cuando todo parecía que
no podía ir peor, oigo unos pasos detrás de mi y la puerta se
cierra encerrándome en el trastero. Me levanto alarmado buscando el
pomo entre la oscuridad. Sea quien sea quien me esté causando esto
corre como alma que lleva el diablo a lo largo del pasillo. Abro la
puerta y lo sigo. ¡Eso es! Sólo puede ser un ladrón, un intruso
que buscase robar cuando nadie pudiera ayudarme. Lo sigo hasta la
pequeña galería de la casa, aún con el cuchillo en la mano. Grito
desafiante para poder verle la cara pero la casa está completamente
vacía. Colocó el cuchillo en su sitio y me pasó las manos por la
cara, masajeándome las sienes para intentar relajarme. Oigo a esa
rata otra vez, rascando en el techo. Intento olvidarme de ello, pero
insiste y mi paciencia se agotó hace un rato.
Armado con una linterna
me dirijo de nuevo hacía la galería. Al comprar la casa mi padre me
comentó que había un extraño altillo construido en la galería.
Más o menos como un conducto de ventilación y lo suficientemente
resistente para aguantar el peso de las cajas, no era muy alto, pero
sí bastante largo. Al morir mi padre lo vacié por completo, puede
que la rata se colara por ahí y subiese por la pared hacia el techo.
Ayudándome de una escalera consigo colarme en el maldito altillo. Al
iluminarlo con la linterna me fijo en que no lo recordaba tan largo.
Me arrastro con dificultad, pero necesito una victoria hoy y acabar
con esa rata quizá ponga fin a esta locura. El agobio no tarda en
llegar por lo escueto del espacio para maniobrar. La ventisca ruge
con fuerza en la calle. Tengo que aguantar varios días en esta casa
como sea. Tras arrastrarme unos metros me fijo extrañado en algo de
lo que no me había percatado. Justo al final del altillo, en la
pared, había un agujero, obviamente por donde la rata había
entrado, pero demasiado grande como para que lo hubiese hecho un
pequeño roedor. ¿El viejo había intentado hacer reformas? Me
arrastro un último metro, noto de nuevo ese desagradable pitido en
los oídos. Puede que tenga algo de claustrofobia, pero tengo que
asegurarme de no tener un nido de ratas.
Saco la linterna por el
agujero y intento ver algo, pero el espacio no me permite mucho más,
meto el brazo para intentar palpar algo. No alcanzo nada. Cuando lo
saco, con cuidado de no enganchar la camisa con nada, mis manos rozan
algo. No sé si es una rata, no se mueve y no tiene pelo, lo intento
seguir palpando pero pierdo la referencia y ya no consigo
encontrarlo. Algo me agarra con fuerza de la muñeca cuando casi
tengo la mano fuera y tira de mi hacía abajo. Hace tanta fuerza que
me da la sensación de que me va a arrancar el brazo. Apoyo la otra
mano en la pared para intentar hacer fuerza y liberarme, pero parece
no ceder. Los oídos me pitan con tanta fuerza que ya no oigo la
ventisca. Tras unos segundos de forcejeo consigo liberarme y hacerme
hacia atrás. ¡Mierda! El altillo es tan estrecho que no puedo darme
la vuelta. Repto como mis fuerzas me lo permiten hacia atrás. Algo
llama mi atención más que el miedo que siento. Tras el forcejeo he
olvidado la linterna al lado del agujero. Miro y por fin mis ojos
encuentran lo que buscaban, al final, mirándome con una cara
completamente desfigurada. La criatura clava su mirada en mí, sin
pestañear, casi sin inmutarse. Trago saliva, ahora hubiese preferido
no saber que era lo que me atormentaba.
No sé como, pero aquel
ser consigue abrirse paso a través del agujero. Me apuro en mi torpe
huida, serpenteando como puedo. Pero estoy tan rígido que no consigo
que mis músculos me obedezcan. Se sigue acercando, con una lentitud
espasmódica, no emite ningún sonido aparte del ruido de su cuerpo
golpeando las paredes del altillo. Yo también estoy en completo
silencio, no emito sonido alguno ni con mis jadeos, el miedo es amo y
señor de mi cuerpo. Tan absorto estoy en mi huida que no recuerdo la
altura del altillo, ni la escalera. Mis piernas se enredan con la
escalera al salir y caigo con todo, dándome un tremendo golpe en la
cabeza.
Me despierto como si
me hubiese despeñado por un acantilado formando un extraño escorzo
junto a la escalera. No sé bien que ha pasado, puede que sólo fuese
un sueño o algo producto de los nervios. Mi corazón sigue bombeando
más rápido de lo que mi cuerpo puede procesar el oxígeno de la
sangre. Estoy extasiado, pero a pesar de todo necesito saberlo, me
subo a la escalera y aún con dudas en mi cabeza miro en el altillo.
No hay nada. Está vacío. Suspiro aliviado por un segundo y bajo de
la escalera para intentar olvidar este día. Es gracioso como durante
uno o dos minutos tras despertar no tienes una clara noción de la
realidad. Noto algo en el rabillo del ojo, esa sensación detrás de
la oreja que te indica que algo no va bien. Está ahí, de pie,
siempre lo ha estado. Al girarme desaparece, pero sé que volverá.
Llevo sentado varias
horas en el suelo de la sala de estar, con todas las luces encendidas
y todas las puertas abiertas. La ventisca golpea la casa con tanta
fuerza que parece que vaya a salir volando, estoy atrapado. Aún si
quisiese huir, no podría abrir la puerta de tanto que ha nevado.
Casi ni pestañeo, lo oigo rascando en el techo y las paredes.
Suspiro con la desgana de alguien que sabe que ya ha perdido una
batalla que ni ha empezado. La luz parpadea varias veces hasta
apagarse por completo, el generador no funciona. Hundo mi cara entre
las piernas y espero. Sólo oigo algo entre el ruido de la ventisca,
una respiración, y no es la mía.