La
boca me sabe a sangre. Noto todo el peso del sol sobre los hombros.
El desierto es abrasador a pleno día, sobre todo para aquellos que
huyen. ¿Por qué huyo? Sólo se que me persiguen, o al menos es la
sensación que tengo. No es bueno dudar mientras se intenta escapar,
mis pies tropiezan con la abundante arena y comienzo a rodar por la
infinita duna de la que intentaba escapar, duna que termina en el
punto donde la arena cae al receptáculo inferior del reloj. Mi
tiempo ha acabado.
Un
ensordecedor sonido me saca de aquella metafórica pesadilla, algo
parecido al bocinazo que daban los barcos antes de salir del puerto.
Pero no, el puerto queda ahora lejos. Una fina capa de babas y sudor
une mi cara y el mostrador. El primer intento de moverme provoca un
leve "clac"
en cada una de mis siete vértebras cervicales. A pesar de la
contractura muscular y la ligera inclinación de mi cuello consigo
rehacerme. Repaso cada recoveco de la tienda, pero sigo teniendo las
lagunas típicas de un mal despertar. Mi mente aún sigue atrapada en
aquel embrujo de arena sin ningún estímulo que consiga romperlo.
—¡Son
las cinco de la tarde de un tres de agosto al rojo vivo! Como cada
año por estas fechas los termómetros baten récords, pero suerte
que la mayoría de vosotros estaréis disfrutando de unas cómodas
vacacio...
La
radio rebota varias veces en el suelo antes de apagarse
completamente. Realmente no hace falta que me recuerden el asfixiante
agosto que estamos sufriendo. Mis padres han decidido irse de
vacaciones y dejar a su único descendiente a cargo de la tienda en
la gasolinera. El sitio en cuestión se sitúa en la falda de una
montaña levantina, lo que para mi es equiparable a rodear un
polvorín con gasolina y echar una cerilla. Incluso el viejo
ventilador de techo parece haber abandonado el barco completando una
vuelta cada par de minutos mientras entona una canción compuesta por
chirridos y estertores. Para colmo, hace días que no veo entrar a
nadie por la puerta de la tienda. El sol reflejado en la gruesa
lámina de polvo de los cristales hace que no pueda ver más allá de
los ventanales. Me siento completamente aislado del mundo exterior,
como si la tienda fuese un universo aparte en el que sólo existo yo.
Suspiro.
La sangre empieza a llegar al cerebro de nuevo. Me agacho detrás del
mostrador para recoger las piezas de la casi rota radio, que aún
emite algún que otro sonido cuando la enciendo. Algo llama mi
atención, no la resistencia del aparato radiofónico, sino el leve
tintineo de la puerta automática al abrirse. Sonrío por dentro,
pero me mantengo detrás del mostrador, guardando las apariencias por
no parecer desesperado con el inminente contacto humano.
—¿Por
qué lo has hecho?
Me
doy la vuelta con el nerviosismo a flor de piel al pensar en un error
precedido por una denuncia precedida por la decepción de mis padres
y por bastantes problemas posteriores. En ese mismo instante en el
que el mundo se había derrumbado bajo mis pies me doy cuenta,
extrañado, de que no hay nadie. La cálida voz de mujer que había
escuchado hacía unos segundos ya no estaba. Frunzo el ceño y un
escalofrío recorre hasta el último apéndice de mi cuerpo. En aquel
lugar no hay donde esconderse. Pero a pesar de todo, vale la pena
asegurarse a volver mañana y encontrarse la tienda vacía. Dejo la
maltrecha radio en el mostrador y recorro los escasos veinte pasos
que separan un lado de la tienda con el otro. Oigo cada paso, cada
traqueteo del ventilador mientras completa la tercera vuelta del día
y cada latido de mi corazón golpeando con fuerza el tórax. Llega el
último paso, el congelador está delante, durante unos segundos me
invade la sensación de que me destriparán, pero como en la mayoría
de ocasiones en las que alguien tiene esa sensación, no ocurre
absolutamente nada. Algo me roza el hombro derecho. Asustado por una
muerte inminente me doy la vuelta apartando al agresor con las manos.
Es
tan hermosa. Su brillante pelo moreno se desliza suavemente por sus
hombros. Incluso su bronceada piel parece irradiar calor propio. En
otra situación podría haberme enamorado de ella. Lleva puesto un
vestido blanco con una falda corta y un estampado de flores que ahora
se tiñe de rojo. Su cuello, su precioso cuello está partido en dos.
Sus ojos se llenan de lágrimas. Intenta decir algo pero sólo
consigue provocar un sórdido gorgoteo de sangre. Se desploma rodeada
por la sangre que aún brota de su cuello. Un grito ahogado me sube
por la garganta mientras retrocedo con los músculos de todo el
cuerpo en tensión, tropezando a cada paso con la agonía y la
desesperación. El cuchillo resbala de mi mano. No logro entender
nada, ni siquiera se de donde ha salido ese cuchillo.
—¿Qué
he hecho?
Un
pitido cada vez más fuerte se instala en mis oídos. Ya no oigo la
radio, tampoco el traqueteo del ventilador, ni siquiera mi propio
corazón. Mis ojos están fijos en los de ella. Me acerco lentamente.
Aquel bocinazo golpea con cada paso que doy, las trompetas del fin
del mundo marcan ahora el ritmo. De cerca es aún más hermosa. Me
agacho en aquella dantesca situación, sus apagados ojos parecen
devolverme la mirada. Una mirada que aún pregunta el porqué. Esta
vez son los míos los que se llenan de lágrimas. Con una mano
temblorosa le cierro los ojos, no soporto esa mirada. Oigo pasos a mi
alrededor, alguien comienza a golpear los ventanales de la tienda, lo
oigo gritar. Asustado me reincorporo he intento alejarme del cuerpo,
pero los nervios me hacen tropezar y resbalo en el charco de sangre.
La cabeza golpea el suelo con fuerza, sigue preguntándome el porqué
con aquellos ojos vacíos.
Un
grito rompe la monotonía de la tienda. Me levanto entre sudores, con
la cara desencajada del horror que la mente acaba de hacerme vivir.
Miro hacia todos lados, intentando buscar algo que me devuelva al
mundo real. No hay sangre, no hay cuerpo. Solamente yo y la pieza de
radio que me ha hecho tropezar. Maldigo mi suerte en el momento en
que un estruendo rompe el silencio de la tienda. No reacciono,
intento tranquilizarme. Cuando lo consigo, vuelvo a escuchar aquel
ruido, que esta vez se va apagando lentamente. El motor del
congelador se ha muerto. La maltrecha cabeza no me da para contar las
pérdidas que aquello supondría y maldigo de nuevo mi suerte. Me
dirijo hacía el aparato rezando porque sea un mal menor. Pero un
olor a podrido me indica que es mucho peor de lo que pensaba. No veo
muy bien el interior a través del cristal debido a la condensación
producida por la diferencia de temperatura. Lo abro para evaluar las
pérdidas.
Es
extraño como, durante unos segundos, nuestro cerebro omite datos que
le parecen incomprensibles o irreales. Aún preguntan el porqué,
incluso después de haber sido despedazada en trozos manejables,
sigue mirándome fijamente a los ojos. La angustia se suma al olor y
a aquella visión de espanto y las arcadas no tardan en venir.
Consigo salir de la tienda dando tumbos para tomar algo de aire
fresco y vomito el escaso contenido de mi estómago. No, no es
posible. No he descuartizado a nadie, es de locos, simplemente ha
sido el golpe que me he dado. Aún seguiré aturdido, sí, es eso.
Vuelvo con la esperanza de no haber matado a nadie, pero para mi
sorpresa y desgracia las puertas no se abren y me estrello de boca
contra ellas. Escupo algo de sangre e intento entrar de nuevo, pero
es inútil, el mecanismo parece no reconocer el movimiento necesario
para que se abran. Comienzo a entender porque nunca entraba nadie a
la tienda.
Un
ligero murmullo al otro lado de la puerta me saca de mis
pensamientos. Por mucho que pregunto no obtengo respuesta. Me acerco
al cristal y lo limpio un poco para intentar vislumbrar algo en el
interior. La veo allí de pie, con esa luz propia de los ángeles.
Podría contemplarla durante toda mi vida, pero algo no anda bien,
hay alguien con ella. Tras unos segundos se desploma y la otra figura
se acerca. Al principio no lo distingo muy bien, pero empuña un
cuchillo. Ella aún se mueve, a duras penas, con pequeños espasmos.
Se arrodilla y comienza a apuñalarla una y otra vez. No puedo
soportarlo, comienzo a gritar y a golpear el cristal con lágrimas de
impotencia. La figura se detiene y me mira directamente a los ojos.
Caigo de espaldas incrédulo de lo que acabo de ver. Me acerco de
nuevo y está vez todas mis dudas se aclaran a la vez que me vuelvo
un poco más loco. Estoy ahí, mirándome estando aquí fuera. Es
imposible, me río de mi mismo mientras rasgo el cristal con el
cuchillo. Las puertas comienzan a abrirse. Reacciono, mis piernas
comienzan a correr sin siquiera pedírselo.
Hace
un calor infernal. Estoy cansado, no sé cuanto llevo corriendo, pero
aún lo noto persiguiéndome desde el fondo de mi cerebro. No creo
que aguante mucho más, comienzo a percibir el eco de aquel sonido a
lo largo del valle. La boca me sabe a sangre y estas dunas parecen
infinitas. Mis pies resbalan.
Balbuceo
palabras incomprensibles mientras apago el canuto que quemaba mi
camisa. La cabeza me da vueltas. El sofá parece cobrar vida propia.
No consigo aclarar mis ideas, aún sigo en aquella pesadilla. Aquel
ruido me saca de un golpe del aturdimiento mientras contemplo las
letras que se van formando en la pantalla "Inception".
Comienzo a recordar pequeños fragmentos de todo lo ocurrido, pero se
siguen fundiendo con ese horrible sueño. Apago la televisión y
lanzo el mando lo más lejos posible.
—¿Pero
qué cojones...?
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