miércoles, 27 de febrero de 2013

Efecto Nolan

La boca me sabe a sangre. Noto todo el peso del sol sobre los hombros. El desierto es abrasador a pleno día, sobre todo para aquellos que huyen. ¿Por qué huyo? Sólo se que me persiguen, o al menos es la sensación que tengo. No es bueno dudar mientras se intenta escapar, mis pies tropiezan con la abundante arena y comienzo a rodar por la infinita duna de la que intentaba escapar, duna que termina en el punto donde la arena cae al receptáculo inferior del reloj. Mi tiempo ha acabado.

Un ensordecedor sonido me saca de aquella metafórica pesadilla, algo parecido al bocinazo que daban los barcos antes de salir del puerto. Pero no, el puerto queda ahora lejos. Una fina capa de babas y sudor une mi cara y el mostrador. El primer intento de moverme provoca un leve "clac" en cada una de mis siete vértebras cervicales. A pesar de la contractura muscular y la ligera inclinación de mi cuello consigo rehacerme. Repaso cada recoveco de la tienda, pero sigo teniendo las lagunas típicas de un mal despertar. Mi mente aún sigue atrapada en aquel embrujo de arena sin ningún estímulo que consiga romperlo.

—¡Son las cinco de la tarde de un tres de agosto al rojo vivo! Como cada año por estas fechas los termómetros baten récords, pero suerte que la mayoría de vosotros estaréis disfrutando de unas cómodas vacacio...

La radio rebota varias veces en el suelo antes de apagarse completamente. Realmente no hace falta que me recuerden el asfixiante agosto que estamos sufriendo. Mis padres han decidido irse de vacaciones y dejar a su único descendiente a cargo de la tienda en la gasolinera. El sitio en cuestión se sitúa en la falda de una montaña levantina, lo que para mi es equiparable a rodear un polvorín con gasolina y echar una cerilla. Incluso el viejo ventilador de techo parece haber abandonado el barco completando una vuelta cada par de minutos mientras entona una canción compuesta por chirridos y estertores. Para colmo, hace días que no veo entrar a nadie por la puerta de la tienda. El sol reflejado en la gruesa lámina de polvo de los cristales hace que no pueda ver más allá de los ventanales. Me siento completamente aislado del mundo exterior, como si la tienda fuese un universo aparte en el que sólo existo yo.

Suspiro. La sangre empieza a llegar al cerebro de nuevo. Me agacho detrás del mostrador para recoger las piezas de la casi rota radio, que aún emite algún que otro sonido cuando la enciendo. Algo llama mi atención, no la resistencia del aparato radiofónico, sino el leve tintineo de la puerta automática al abrirse. Sonrío por dentro, pero me mantengo detrás del mostrador, guardando las apariencias por no parecer desesperado con el inminente contacto humano.

—¿Por qué lo has hecho?

Me doy la vuelta con el nerviosismo a flor de piel al pensar en un error precedido por una denuncia precedida por la decepción de mis padres y por bastantes problemas posteriores. En ese mismo instante en el que el mundo se había derrumbado bajo mis pies me doy cuenta, extrañado, de que no hay nadie. La cálida voz de mujer que había escuchado hacía unos segundos ya no estaba. Frunzo el ceño y un escalofrío recorre hasta el último apéndice de mi cuerpo. En aquel lugar no hay donde esconderse. Pero a pesar de todo, vale la pena asegurarse a volver mañana y encontrarse la tienda vacía. Dejo la maltrecha radio en el mostrador y recorro los escasos veinte pasos que separan un lado de la tienda con el otro. Oigo cada paso, cada traqueteo del ventilador mientras completa la tercera vuelta del día y cada latido de mi corazón golpeando con fuerza el tórax. Llega el último paso, el congelador está delante, durante unos segundos me invade la sensación de que me destriparán, pero como en la mayoría de ocasiones en las que alguien tiene esa sensación, no ocurre absolutamente nada. Algo me roza el hombro derecho. Asustado por una muerte inminente me doy la vuelta apartando al agresor con las manos.

Es tan hermosa. Su brillante pelo moreno se desliza suavemente por sus hombros. Incluso su bronceada piel parece irradiar calor propio. En otra situación podría haberme enamorado de ella. Lleva puesto un vestido blanco con una falda corta y un estampado de flores que ahora se tiñe de rojo. Su cuello, su precioso cuello está partido en dos. Sus ojos se llenan de lágrimas. Intenta decir algo pero sólo consigue provocar un sórdido gorgoteo de sangre. Se desploma rodeada por la sangre que aún brota de su cuello. Un grito ahogado me sube por la garganta mientras retrocedo con los músculos de todo el cuerpo en tensión, tropezando a cada paso con la agonía y la desesperación. El cuchillo resbala de mi mano. No logro entender nada, ni siquiera se de donde ha salido ese cuchillo.

—¿Qué he hecho?

Un pitido cada vez más fuerte se instala en mis oídos. Ya no oigo la radio, tampoco el traqueteo del ventilador, ni siquiera mi propio corazón. Mis ojos están fijos en los de ella. Me acerco lentamente. Aquel bocinazo golpea con cada paso que doy, las trompetas del fin del mundo marcan ahora el ritmo. De cerca es aún más hermosa. Me agacho en aquella dantesca situación, sus apagados ojos parecen devolverme la mirada. Una mirada que aún pregunta el porqué. Esta vez son los míos los que se llenan de lágrimas. Con una mano temblorosa le cierro los ojos, no soporto esa mirada. Oigo pasos a mi alrededor, alguien comienza a golpear los ventanales de la tienda, lo oigo gritar. Asustado me reincorporo he intento alejarme del cuerpo, pero los nervios me hacen tropezar y resbalo en el charco de sangre. La cabeza golpea el suelo con fuerza, sigue preguntándome el porqué con aquellos ojos vacíos.

Un grito rompe la monotonía de la tienda. Me levanto entre sudores, con la cara desencajada del horror que la mente acaba de hacerme vivir. Miro hacia todos lados, intentando buscar algo que me devuelva al mundo real. No hay sangre, no hay cuerpo. Solamente yo y la pieza de radio que me ha hecho tropezar. Maldigo mi suerte en el momento en que un estruendo rompe el silencio de la tienda. No reacciono, intento tranquilizarme. Cuando lo consigo, vuelvo a escuchar aquel ruido, que esta vez se va apagando lentamente. El motor del congelador se ha muerto. La maltrecha cabeza no me da para contar las pérdidas que aquello supondría y maldigo de nuevo mi suerte. Me dirijo hacía el aparato rezando porque sea un mal menor. Pero un olor a podrido me indica que es mucho peor de lo que pensaba. No veo muy bien el interior a través del cristal debido a la condensación producida por la diferencia de temperatura. Lo abro para evaluar las pérdidas.

Es extraño como, durante unos segundos, nuestro cerebro omite datos que le parecen incomprensibles o irreales. Aún preguntan el porqué, incluso después de haber sido despedazada en trozos manejables, sigue mirándome fijamente a los ojos. La angustia se suma al olor y a aquella visión de espanto y las arcadas no tardan en venir. Consigo salir de la tienda dando tumbos para tomar algo de aire fresco y vomito el escaso contenido de mi estómago. No, no es posible. No he descuartizado a nadie, es de locos, simplemente ha sido el golpe que me he dado. Aún seguiré aturdido, sí, es eso. Vuelvo con la esperanza de no haber matado a nadie, pero para mi sorpresa y desgracia las puertas no se abren y me estrello de boca contra ellas. Escupo algo de sangre e intento entrar de nuevo, pero es inútil, el mecanismo parece no reconocer el movimiento necesario para que se abran. Comienzo a entender porque nunca entraba nadie a la tienda.

Un ligero murmullo al otro lado de la puerta me saca de mis pensamientos. Por mucho que pregunto no obtengo respuesta. Me acerco al cristal y lo limpio un poco para intentar vislumbrar algo en el interior. La veo allí de pie, con esa luz propia de los ángeles. Podría contemplarla durante toda mi vida, pero algo no anda bien, hay alguien con ella. Tras unos segundos se desploma y la otra figura se acerca. Al principio no lo distingo muy bien, pero empuña un cuchillo. Ella aún se mueve, a duras penas, con pequeños espasmos. Se arrodilla y comienza a apuñalarla una y otra vez. No puedo soportarlo, comienzo a gritar y a golpear el cristal con lágrimas de impotencia. La figura se detiene y me mira directamente a los ojos. Caigo de espaldas incrédulo de lo que acabo de ver. Me acerco de nuevo y está vez todas mis dudas se aclaran a la vez que me vuelvo un poco más loco. Estoy ahí, mirándome estando aquí fuera. Es imposible, me río de mi mismo mientras rasgo el cristal con el cuchillo. Las puertas comienzan a abrirse. Reacciono, mis piernas comienzan a correr sin siquiera pedírselo.

Hace un calor infernal. Estoy cansado, no sé cuanto llevo corriendo, pero aún lo noto persiguiéndome desde el fondo de mi cerebro. No creo que aguante mucho más, comienzo a percibir el eco de aquel sonido a lo largo del valle. La boca me sabe a sangre y estas dunas parecen infinitas. Mis pies resbalan.

Balbuceo palabras incomprensibles mientras apago el canuto que quemaba mi camisa. La cabeza me da vueltas. El sofá parece cobrar vida propia. No consigo aclarar mis ideas, aún sigo en aquella pesadilla. Aquel ruido me saca de un golpe del aturdimiento mientras contemplo las letras que se van formando en la pantalla "Inception". Comienzo a recordar pequeños fragmentos de todo lo ocurrido, pero se siguen fundiendo con ese horrible sueño. Apago la televisión y lanzo el mando lo más lejos posible.

—¿Pero qué cojones...?

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