Caminaba
lentamente de un lado a otro de aquella habitación. El señor
psicoterapeuta, que no psicólogo o psiquiatra, me miraba cada vez
más molesto por encima de sus gafas de pasta, sus ojos mostraban un
tono condescendiente que me resultaba bastante curioso, ya que, de
cierta forma, yo era su jefe. Observé a fondo la estancia, su
decoración era plenamente minimalista y llena de blancos para hacer
más cómoda la estancia a sus pacientes. Incluso tenía uno de esos
cuadros modernillos que más que arte se asemejaban al resultado de
un camarero novato en un día de mucha gente. Aquellas manchas no
eran más que manchas.
–
¿Está usted escuchando lo que digo?
Obvié
el no,
seguramente aquella profesión debía de ser suficientemente dura ya,
como para tener que lidiar con locos de más. Seguí sus indicaciones
y me senté en aquel cómodo sillón de piel. Las
cosas cómodas son si cabe las más traicioneras,
solía decir mi abuelo. Aunque sus palabras de sabio viejo pasaron a
ser las de un viejo demasiado viejo el día en que tiró una pared
abajo buscando a un grupo de conspiradores comunistas a los que
acusaba de robarle los calcetines. Se acercó a mi, más molesto aún,
y me sugirió que me recostara en el sillón. Nunca hubiese imaginado
que aquellos trucos de farándula funcionasen conmigo.
– Relájese.
– Traición.
– Póngase cómodo. Escuche mi
voz y sólo mi voz.
– Comunista de mierda.
–
Hace frío. Estás en la cama, con tantas mantas encima que apenas
puedes moverte y ni siquiera ves al otro lado. Intentas mover los
pies, pero no sientes más allá de las rodillas, el frío es ahora
dueño de tus pies. Ni te duelen, no los tienes. Aunque no te
preocupa demasiado, eventualmente se acabarán calentando. Miras a
través de la ventana, llueve como si nunca hubiese llovido y te
sientes náufrago entre tanta agua. Los árboles se agitan entre la
tormenta como si fuesen unas simples láminas de papel. Y tú
también, y la casa, todo se agita ante la inclemencia del tiempo.
Por si fuese poco, ahora también truenos, todo está a oscuras hasta
que un trueno lo ilumina y las sombras se quedan marcadas en las
paredes de tu pequeña habitación durante unos segundos en los que
por si fuese poco, tampoco oyes nada, los truenos golpean con fuerza
tus oídos. Te estremeces, tienes cinco años y tus padres ya no
están en casa. La puerta está cerrada, no te gusta dormir con ella
abierta. Las sombras cambian a cada trueno, las ves danzar a tu
alrededor. No tienes miedo a las sombras, ¿verdad? Claro que no.
Pero a medida que caen los truenos y la habitación se ilumina, te
vas fijando en algo. No lo tienes demasiado claro, las sombras son
casi imperceptibles y duran unos pocos segundos. ¡Ahí está! Ahora
lo ves, dejas de respirar para pasar lo más desapercibido posible.
Un trueno, uno grande, lo ilumina todo y la única sombra que no
bailaba ahora se mueve, o más bien se da la vuelta, no puedes creer
lo que ves, una figura alta y delgada justo en la pared que tienes al
lado. Buscas con la mirada algo que haya podido proyectar esa figura,
pero todo oscurece de nuevo. La sugestión te roza todas las partes
de tu cuerpo y tienes esa sensación detrás de la oreja, ese punto
que se escapa a toda comprensión. Otro trueno, lo esperas casi con
impaciencia, pero no está. Respiras. Te alegras, el cansancio y la
noche han podido con tu mente y has acabado imaginándote cosas.
¿Cuántas veces nos habrá pasado algo así? Muchas. Oyes el
chirriar de una bisagra entre la ferocidad del tiempo, lo identificas
casi al instante, siempre se te olvida engrasar la puerta de tu
habitación. Abierta, y la oscuridad del pasillo entrando por ella.
Te alarmas tanto que los pies, tuyos o no, reaccionan al instante
abriéndose camino hacía el suelo. ¿Monstruos? Imbécil, han
entrado en tu casa. El interruptor de la luz no funciona, un nuevo
estruendo en el exterior te da la razón, la centralita ha petado,
literalmente. Te mueves a tientas por el pasillo, tropezándote con
la pared, buscas en la cocina, el baño, las demás habitaciones,
nada. Vuelves a la cocina, con los nervios a flor de piel. Empiezas a
prepararte un café en aquella taza con ilustraciones de payasos que
siempre te dio mala espina. La luz vuelve. Ya más tranquilo dejas la
taza en la encimera, pero cae y se rompe, aunque aún son visibles
esas horribles ilustraciones. Con luz se ve todo más claro, ahí
está, delante tuya. Crees no conocerlo, pero sabes quien es. La
sombra se gira de nuevo y hace un pequeño gesto con la cabeza. No
quieres hacerlo, sabes que la ignorancia es mejor en estos casos,
pero no puedes resistirte y miras, miras hacia aquellos pies que
hasta hace poco no eran tuyos, pero no los miras a ellos, no, miras
más allá y por fin comprendes y al comprender te asustas tanto que
no puedes hacer nada más que correr. Y te persigue, obviamente.
Bajas las escaleras tan rápido como puedes, pero por muy rápido que
bajes, te das cuenta, tarde y exhausto, de que sigues en el mismo
piso. No entiendes nada, es imposible. La sombra tira de ti hacia
adentro, te tambaleas, tus pies desnudos resbalan en el suelo. Tú
única salida, uno de los mayores temores de cuando eras niño. Pero
lo haces. Marcas el botón de la planta baja en el ascensor y te
sientas con la cabeza entre las piernas, murmurando y buscando algún
tipo de lógica, pero no hay nada. Oyes los pisos pasar y te
tranquilizas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... has bajado ya seis
pisos, sin darte cuenta de que vivías en un tercero. Te levantas
para ver si es cierto, y lo es, también está ahí, a tu lado, y
nunca te podrás librar de ella y en aquel ascensor que no va a
ningún lado, pero sigue bajando y tú con él, y tu desgracia
también. No te preocupes, ya no estás en el ascensor, pero tampoco
estás en ningún otro sitio. Te mueves entre la lluvia, sin apenas
mojarte. Ves monstruos a lo lejos, de cine, de televisión, de alguna
novela también, si es que lees, e incluso algunos que has inventado
con el paso de los años. También está la muerte como concepto
general y muertos como algo más específico. Payasos, como no. Aquel
trastero que te atormentó durante la niñez. Y todo rodeado por la
más fría oscuridad. ¿Pero qué es todo eso sin alguien que le dé
forma? ¿Qué es el miedo sino nuestra propia visión del mundo? Aún
mejor, ¿qué es el miedo sino nosotros? Es más, el miedo como
experiencia se produce en tu cerebro y por extensión en todo tu
mundo. Vives y vivirás encerrado en un mundo infinito y lo llenarás
de miedos y fobias. Depende de ti. Incluso yo podría ser parte de
ese miedo, ¿recuerdas como llegaste aquí o simplemente te
encontraste mirando a ese cuadro que tanto te aborrece? Quizá sigues
en el ascensor, o peor, ni siquiera has empezado a soñar.
– Joder.
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