miércoles, 27 de febrero de 2013

El origen del miedo

Caminaba lentamente de un lado a otro de aquella habitación. El señor psicoterapeuta, que no psicólogo o psiquiatra, me miraba cada vez más molesto por encima de sus gafas de pasta, sus ojos mostraban un tono condescendiente que me resultaba bastante curioso, ya que, de cierta forma, yo era su jefe. Observé a fondo la estancia, su decoración era plenamente minimalista y llena de blancos para hacer más cómoda la estancia a sus pacientes. Incluso tenía uno de esos cuadros modernillos que más que arte se asemejaban al resultado de un camarero novato en un día de mucha gente. Aquellas manchas no eran más que manchas.

– ¿Está usted escuchando lo que digo?

Obvié el no, seguramente aquella profesión debía de ser suficientemente dura ya, como para tener que lidiar con locos de más. Seguí sus indicaciones y me senté en aquel cómodo sillón de piel. Las cosas cómodas son si cabe las más traicioneras, solía decir mi abuelo. Aunque sus palabras de sabio viejo pasaron a ser las de un viejo demasiado viejo el día en que tiró una pared abajo buscando a un grupo de conspiradores comunistas a los que acusaba de robarle los calcetines. Se acercó a mi, más molesto aún, y me sugirió que me recostara en el sillón. Nunca hubiese imaginado que aquellos trucos de farándula funcionasen conmigo.

– Relájese.
 
– Traición.

– Póngase cómodo. Escuche mi voz y sólo mi voz.

– Comunista de mierda.

– Hace frío. Estás en la cama, con tantas mantas encima que apenas puedes moverte y ni siquiera ves al otro lado. Intentas mover los pies, pero no sientes más allá de las rodillas, el frío es ahora dueño de tus pies. Ni te duelen, no los tienes. Aunque no te preocupa demasiado, eventualmente se acabarán calentando. Miras a través de la ventana, llueve como si nunca hubiese llovido y te sientes náufrago entre tanta agua. Los árboles se agitan entre la tormenta como si fuesen unas simples láminas de papel. Y tú también, y la casa, todo se agita ante la inclemencia del tiempo. Por si fuese poco, ahora también truenos, todo está a oscuras hasta que un trueno lo ilumina y las sombras se quedan marcadas en las paredes de tu pequeña habitación durante unos segundos en los que por si fuese poco, tampoco oyes nada, los truenos golpean con fuerza tus oídos. Te estremeces, tienes cinco años y tus padres ya no están en casa. La puerta está cerrada, no te gusta dormir con ella abierta. Las sombras cambian a cada trueno, las ves danzar a tu alrededor. No tienes miedo a las sombras, ¿verdad? Claro que no. Pero a medida que caen los truenos y la habitación se ilumina, te vas fijando en algo. No lo tienes demasiado claro, las sombras son casi imperceptibles y duran unos pocos segundos. ¡Ahí está! Ahora lo ves, dejas de respirar para pasar lo más desapercibido posible. Un trueno, uno grande, lo ilumina todo y la única sombra que no bailaba ahora se mueve, o más bien se da la vuelta, no puedes creer lo que ves, una figura alta y delgada justo en la pared que tienes al lado. Buscas con la mirada algo que haya podido proyectar esa figura, pero todo oscurece de nuevo. La sugestión te roza todas las partes de tu cuerpo y tienes esa sensación detrás de la oreja, ese punto que se escapa a toda comprensión. Otro trueno, lo esperas casi con impaciencia, pero no está. Respiras. Te alegras, el cansancio y la noche han podido con tu mente y has acabado imaginándote cosas. ¿Cuántas veces nos habrá pasado algo así? Muchas. Oyes el chirriar de una bisagra entre la ferocidad del tiempo, lo identificas casi al instante, siempre se te olvida engrasar la puerta de tu habitación. Abierta, y la oscuridad del pasillo entrando por ella. Te alarmas tanto que los pies, tuyos o no, reaccionan al instante abriéndose camino hacía el suelo. ¿Monstruos? Imbécil, han entrado en tu casa. El interruptor de la luz no funciona, un nuevo estruendo en el exterior te da la razón, la centralita ha petado, literalmente. Te mueves a tientas por el pasillo, tropezándote con la pared, buscas en la cocina, el baño, las demás habitaciones, nada. Vuelves a la cocina, con los nervios a flor de piel. Empiezas a prepararte un café en aquella taza con ilustraciones de payasos que siempre te dio mala espina. La luz vuelve. Ya más tranquilo dejas la taza en la encimera, pero cae y se rompe, aunque aún son visibles esas horribles ilustraciones. Con luz se ve todo más claro, ahí está, delante tuya. Crees no conocerlo, pero sabes quien es. La sombra se gira de nuevo y hace un pequeño gesto con la cabeza. No quieres hacerlo, sabes que la ignorancia es mejor en estos casos, pero no puedes resistirte y miras, miras hacia aquellos pies que hasta hace poco no eran tuyos, pero no los miras a ellos, no, miras más allá y por fin comprendes y al comprender te asustas tanto que no puedes hacer nada más que correr. Y te persigue, obviamente. Bajas las escaleras tan rápido como puedes, pero por muy rápido que bajes, te das cuenta, tarde y exhausto, de que sigues en el mismo piso. No entiendes nada, es imposible. La sombra tira de ti hacia adentro, te tambaleas, tus pies desnudos resbalan en el suelo. Tú única salida, uno de los mayores temores de cuando eras niño. Pero lo haces. Marcas el botón de la planta baja en el ascensor y te sientas con la cabeza entre las piernas, murmurando y buscando algún tipo de lógica, pero no hay nada. Oyes los pisos pasar y te tranquilizas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... has bajado ya seis pisos, sin darte cuenta de que vivías en un tercero. Te levantas para ver si es cierto, y lo es, también está ahí, a tu lado, y nunca te podrás librar de ella y en aquel ascensor que no va a ningún lado, pero sigue bajando y tú con él, y tu desgracia también. No te preocupes, ya no estás en el ascensor, pero tampoco estás en ningún otro sitio. Te mueves entre la lluvia, sin apenas mojarte. Ves monstruos a lo lejos, de cine, de televisión, de alguna novela también, si es que lees, e incluso algunos que has inventado con el paso de los años. También está la muerte como concepto general y muertos como algo más específico. Payasos, como no. Aquel trastero que te atormentó durante la niñez. Y todo rodeado por la más fría oscuridad. ¿Pero qué es todo eso sin alguien que le dé forma? ¿Qué es el miedo sino nuestra propia visión del mundo? Aún mejor, ¿qué es el miedo sino nosotros? Es más, el miedo como experiencia se produce en tu cerebro y por extensión en todo tu mundo. Vives y vivirás encerrado en un mundo infinito y lo llenarás de miedos y fobias. Depende de ti. Incluso yo podría ser parte de ese miedo, ¿recuerdas como llegaste aquí o simplemente te encontraste mirando a ese cuadro que tanto te aborrece? Quizá sigues en el ascensor, o peor, ni siquiera has empezado a soñar.

– Joder.

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