miércoles, 27 de febrero de 2013

El origen del miedo

Caminaba lentamente de un lado a otro de aquella habitación. El señor psicoterapeuta, que no psicólogo o psiquiatra, me miraba cada vez más molesto por encima de sus gafas de pasta, sus ojos mostraban un tono condescendiente que me resultaba bastante curioso, ya que, de cierta forma, yo era su jefe. Observé a fondo la estancia, su decoración era plenamente minimalista y llena de blancos para hacer más cómoda la estancia a sus pacientes. Incluso tenía uno de esos cuadros modernillos que más que arte se asemejaban al resultado de un camarero novato en un día de mucha gente. Aquellas manchas no eran más que manchas.

– ¿Está usted escuchando lo que digo?

Obvié el no, seguramente aquella profesión debía de ser suficientemente dura ya, como para tener que lidiar con locos de más. Seguí sus indicaciones y me senté en aquel cómodo sillón de piel. Las cosas cómodas son si cabe las más traicioneras, solía decir mi abuelo. Aunque sus palabras de sabio viejo pasaron a ser las de un viejo demasiado viejo el día en que tiró una pared abajo buscando a un grupo de conspiradores comunistas a los que acusaba de robarle los calcetines. Se acercó a mi, más molesto aún, y me sugirió que me recostara en el sillón. Nunca hubiese imaginado que aquellos trucos de farándula funcionasen conmigo.

– Relájese.
 
– Traición.

– Póngase cómodo. Escuche mi voz y sólo mi voz.

– Comunista de mierda.

– Hace frío. Estás en la cama, con tantas mantas encima que apenas puedes moverte y ni siquiera ves al otro lado. Intentas mover los pies, pero no sientes más allá de las rodillas, el frío es ahora dueño de tus pies. Ni te duelen, no los tienes. Aunque no te preocupa demasiado, eventualmente se acabarán calentando. Miras a través de la ventana, llueve como si nunca hubiese llovido y te sientes náufrago entre tanta agua. Los árboles se agitan entre la tormenta como si fuesen unas simples láminas de papel. Y tú también, y la casa, todo se agita ante la inclemencia del tiempo. Por si fuese poco, ahora también truenos, todo está a oscuras hasta que un trueno lo ilumina y las sombras se quedan marcadas en las paredes de tu pequeña habitación durante unos segundos en los que por si fuese poco, tampoco oyes nada, los truenos golpean con fuerza tus oídos. Te estremeces, tienes cinco años y tus padres ya no están en casa. La puerta está cerrada, no te gusta dormir con ella abierta. Las sombras cambian a cada trueno, las ves danzar a tu alrededor. No tienes miedo a las sombras, ¿verdad? Claro que no. Pero a medida que caen los truenos y la habitación se ilumina, te vas fijando en algo. No lo tienes demasiado claro, las sombras son casi imperceptibles y duran unos pocos segundos. ¡Ahí está! Ahora lo ves, dejas de respirar para pasar lo más desapercibido posible. Un trueno, uno grande, lo ilumina todo y la única sombra que no bailaba ahora se mueve, o más bien se da la vuelta, no puedes creer lo que ves, una figura alta y delgada justo en la pared que tienes al lado. Buscas con la mirada algo que haya podido proyectar esa figura, pero todo oscurece de nuevo. La sugestión te roza todas las partes de tu cuerpo y tienes esa sensación detrás de la oreja, ese punto que se escapa a toda comprensión. Otro trueno, lo esperas casi con impaciencia, pero no está. Respiras. Te alegras, el cansancio y la noche han podido con tu mente y has acabado imaginándote cosas. ¿Cuántas veces nos habrá pasado algo así? Muchas. Oyes el chirriar de una bisagra entre la ferocidad del tiempo, lo identificas casi al instante, siempre se te olvida engrasar la puerta de tu habitación. Abierta, y la oscuridad del pasillo entrando por ella. Te alarmas tanto que los pies, tuyos o no, reaccionan al instante abriéndose camino hacía el suelo. ¿Monstruos? Imbécil, han entrado en tu casa. El interruptor de la luz no funciona, un nuevo estruendo en el exterior te da la razón, la centralita ha petado, literalmente. Te mueves a tientas por el pasillo, tropezándote con la pared, buscas en la cocina, el baño, las demás habitaciones, nada. Vuelves a la cocina, con los nervios a flor de piel. Empiezas a prepararte un café en aquella taza con ilustraciones de payasos que siempre te dio mala espina. La luz vuelve. Ya más tranquilo dejas la taza en la encimera, pero cae y se rompe, aunque aún son visibles esas horribles ilustraciones. Con luz se ve todo más claro, ahí está, delante tuya. Crees no conocerlo, pero sabes quien es. La sombra se gira de nuevo y hace un pequeño gesto con la cabeza. No quieres hacerlo, sabes que la ignorancia es mejor en estos casos, pero no puedes resistirte y miras, miras hacia aquellos pies que hasta hace poco no eran tuyos, pero no los miras a ellos, no, miras más allá y por fin comprendes y al comprender te asustas tanto que no puedes hacer nada más que correr. Y te persigue, obviamente. Bajas las escaleras tan rápido como puedes, pero por muy rápido que bajes, te das cuenta, tarde y exhausto, de que sigues en el mismo piso. No entiendes nada, es imposible. La sombra tira de ti hacia adentro, te tambaleas, tus pies desnudos resbalan en el suelo. Tú única salida, uno de los mayores temores de cuando eras niño. Pero lo haces. Marcas el botón de la planta baja en el ascensor y te sientas con la cabeza entre las piernas, murmurando y buscando algún tipo de lógica, pero no hay nada. Oyes los pisos pasar y te tranquilizas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... has bajado ya seis pisos, sin darte cuenta de que vivías en un tercero. Te levantas para ver si es cierto, y lo es, también está ahí, a tu lado, y nunca te podrás librar de ella y en aquel ascensor que no va a ningún lado, pero sigue bajando y tú con él, y tu desgracia también. No te preocupes, ya no estás en el ascensor, pero tampoco estás en ningún otro sitio. Te mueves entre la lluvia, sin apenas mojarte. Ves monstruos a lo lejos, de cine, de televisión, de alguna novela también, si es que lees, e incluso algunos que has inventado con el paso de los años. También está la muerte como concepto general y muertos como algo más específico. Payasos, como no. Aquel trastero que te atormentó durante la niñez. Y todo rodeado por la más fría oscuridad. ¿Pero qué es todo eso sin alguien que le dé forma? ¿Qué es el miedo sino nuestra propia visión del mundo? Aún mejor, ¿qué es el miedo sino nosotros? Es más, el miedo como experiencia se produce en tu cerebro y por extensión en todo tu mundo. Vives y vivirás encerrado en un mundo infinito y lo llenarás de miedos y fobias. Depende de ti. Incluso yo podría ser parte de ese miedo, ¿recuerdas como llegaste aquí o simplemente te encontraste mirando a ese cuadro que tanto te aborrece? Quizá sigues en el ascensor, o peor, ni siquiera has empezado a soñar.

– Joder.

Efecto Nolan

La boca me sabe a sangre. Noto todo el peso del sol sobre los hombros. El desierto es abrasador a pleno día, sobre todo para aquellos que huyen. ¿Por qué huyo? Sólo se que me persiguen, o al menos es la sensación que tengo. No es bueno dudar mientras se intenta escapar, mis pies tropiezan con la abundante arena y comienzo a rodar por la infinita duna de la que intentaba escapar, duna que termina en el punto donde la arena cae al receptáculo inferior del reloj. Mi tiempo ha acabado.

Un ensordecedor sonido me saca de aquella metafórica pesadilla, algo parecido al bocinazo que daban los barcos antes de salir del puerto. Pero no, el puerto queda ahora lejos. Una fina capa de babas y sudor une mi cara y el mostrador. El primer intento de moverme provoca un leve "clac" en cada una de mis siete vértebras cervicales. A pesar de la contractura muscular y la ligera inclinación de mi cuello consigo rehacerme. Repaso cada recoveco de la tienda, pero sigo teniendo las lagunas típicas de un mal despertar. Mi mente aún sigue atrapada en aquel embrujo de arena sin ningún estímulo que consiga romperlo.

—¡Son las cinco de la tarde de un tres de agosto al rojo vivo! Como cada año por estas fechas los termómetros baten récords, pero suerte que la mayoría de vosotros estaréis disfrutando de unas cómodas vacacio...

La radio rebota varias veces en el suelo antes de apagarse completamente. Realmente no hace falta que me recuerden el asfixiante agosto que estamos sufriendo. Mis padres han decidido irse de vacaciones y dejar a su único descendiente a cargo de la tienda en la gasolinera. El sitio en cuestión se sitúa en la falda de una montaña levantina, lo que para mi es equiparable a rodear un polvorín con gasolina y echar una cerilla. Incluso el viejo ventilador de techo parece haber abandonado el barco completando una vuelta cada par de minutos mientras entona una canción compuesta por chirridos y estertores. Para colmo, hace días que no veo entrar a nadie por la puerta de la tienda. El sol reflejado en la gruesa lámina de polvo de los cristales hace que no pueda ver más allá de los ventanales. Me siento completamente aislado del mundo exterior, como si la tienda fuese un universo aparte en el que sólo existo yo.

Suspiro. La sangre empieza a llegar al cerebro de nuevo. Me agacho detrás del mostrador para recoger las piezas de la casi rota radio, que aún emite algún que otro sonido cuando la enciendo. Algo llama mi atención, no la resistencia del aparato radiofónico, sino el leve tintineo de la puerta automática al abrirse. Sonrío por dentro, pero me mantengo detrás del mostrador, guardando las apariencias por no parecer desesperado con el inminente contacto humano.

—¿Por qué lo has hecho?

Me doy la vuelta con el nerviosismo a flor de piel al pensar en un error precedido por una denuncia precedida por la decepción de mis padres y por bastantes problemas posteriores. En ese mismo instante en el que el mundo se había derrumbado bajo mis pies me doy cuenta, extrañado, de que no hay nadie. La cálida voz de mujer que había escuchado hacía unos segundos ya no estaba. Frunzo el ceño y un escalofrío recorre hasta el último apéndice de mi cuerpo. En aquel lugar no hay donde esconderse. Pero a pesar de todo, vale la pena asegurarse a volver mañana y encontrarse la tienda vacía. Dejo la maltrecha radio en el mostrador y recorro los escasos veinte pasos que separan un lado de la tienda con el otro. Oigo cada paso, cada traqueteo del ventilador mientras completa la tercera vuelta del día y cada latido de mi corazón golpeando con fuerza el tórax. Llega el último paso, el congelador está delante, durante unos segundos me invade la sensación de que me destriparán, pero como en la mayoría de ocasiones en las que alguien tiene esa sensación, no ocurre absolutamente nada. Algo me roza el hombro derecho. Asustado por una muerte inminente me doy la vuelta apartando al agresor con las manos.

Es tan hermosa. Su brillante pelo moreno se desliza suavemente por sus hombros. Incluso su bronceada piel parece irradiar calor propio. En otra situación podría haberme enamorado de ella. Lleva puesto un vestido blanco con una falda corta y un estampado de flores que ahora se tiñe de rojo. Su cuello, su precioso cuello está partido en dos. Sus ojos se llenan de lágrimas. Intenta decir algo pero sólo consigue provocar un sórdido gorgoteo de sangre. Se desploma rodeada por la sangre que aún brota de su cuello. Un grito ahogado me sube por la garganta mientras retrocedo con los músculos de todo el cuerpo en tensión, tropezando a cada paso con la agonía y la desesperación. El cuchillo resbala de mi mano. No logro entender nada, ni siquiera se de donde ha salido ese cuchillo.

—¿Qué he hecho?

Un pitido cada vez más fuerte se instala en mis oídos. Ya no oigo la radio, tampoco el traqueteo del ventilador, ni siquiera mi propio corazón. Mis ojos están fijos en los de ella. Me acerco lentamente. Aquel bocinazo golpea con cada paso que doy, las trompetas del fin del mundo marcan ahora el ritmo. De cerca es aún más hermosa. Me agacho en aquella dantesca situación, sus apagados ojos parecen devolverme la mirada. Una mirada que aún pregunta el porqué. Esta vez son los míos los que se llenan de lágrimas. Con una mano temblorosa le cierro los ojos, no soporto esa mirada. Oigo pasos a mi alrededor, alguien comienza a golpear los ventanales de la tienda, lo oigo gritar. Asustado me reincorporo he intento alejarme del cuerpo, pero los nervios me hacen tropezar y resbalo en el charco de sangre. La cabeza golpea el suelo con fuerza, sigue preguntándome el porqué con aquellos ojos vacíos.

Un grito rompe la monotonía de la tienda. Me levanto entre sudores, con la cara desencajada del horror que la mente acaba de hacerme vivir. Miro hacia todos lados, intentando buscar algo que me devuelva al mundo real. No hay sangre, no hay cuerpo. Solamente yo y la pieza de radio que me ha hecho tropezar. Maldigo mi suerte en el momento en que un estruendo rompe el silencio de la tienda. No reacciono, intento tranquilizarme. Cuando lo consigo, vuelvo a escuchar aquel ruido, que esta vez se va apagando lentamente. El motor del congelador se ha muerto. La maltrecha cabeza no me da para contar las pérdidas que aquello supondría y maldigo de nuevo mi suerte. Me dirijo hacía el aparato rezando porque sea un mal menor. Pero un olor a podrido me indica que es mucho peor de lo que pensaba. No veo muy bien el interior a través del cristal debido a la condensación producida por la diferencia de temperatura. Lo abro para evaluar las pérdidas.

Es extraño como, durante unos segundos, nuestro cerebro omite datos que le parecen incomprensibles o irreales. Aún preguntan el porqué, incluso después de haber sido despedazada en trozos manejables, sigue mirándome fijamente a los ojos. La angustia se suma al olor y a aquella visión de espanto y las arcadas no tardan en venir. Consigo salir de la tienda dando tumbos para tomar algo de aire fresco y vomito el escaso contenido de mi estómago. No, no es posible. No he descuartizado a nadie, es de locos, simplemente ha sido el golpe que me he dado. Aún seguiré aturdido, sí, es eso. Vuelvo con la esperanza de no haber matado a nadie, pero para mi sorpresa y desgracia las puertas no se abren y me estrello de boca contra ellas. Escupo algo de sangre e intento entrar de nuevo, pero es inútil, el mecanismo parece no reconocer el movimiento necesario para que se abran. Comienzo a entender porque nunca entraba nadie a la tienda.

Un ligero murmullo al otro lado de la puerta me saca de mis pensamientos. Por mucho que pregunto no obtengo respuesta. Me acerco al cristal y lo limpio un poco para intentar vislumbrar algo en el interior. La veo allí de pie, con esa luz propia de los ángeles. Podría contemplarla durante toda mi vida, pero algo no anda bien, hay alguien con ella. Tras unos segundos se desploma y la otra figura se acerca. Al principio no lo distingo muy bien, pero empuña un cuchillo. Ella aún se mueve, a duras penas, con pequeños espasmos. Se arrodilla y comienza a apuñalarla una y otra vez. No puedo soportarlo, comienzo a gritar y a golpear el cristal con lágrimas de impotencia. La figura se detiene y me mira directamente a los ojos. Caigo de espaldas incrédulo de lo que acabo de ver. Me acerco de nuevo y está vez todas mis dudas se aclaran a la vez que me vuelvo un poco más loco. Estoy ahí, mirándome estando aquí fuera. Es imposible, me río de mi mismo mientras rasgo el cristal con el cuchillo. Las puertas comienzan a abrirse. Reacciono, mis piernas comienzan a correr sin siquiera pedírselo.

Hace un calor infernal. Estoy cansado, no sé cuanto llevo corriendo, pero aún lo noto persiguiéndome desde el fondo de mi cerebro. No creo que aguante mucho más, comienzo a percibir el eco de aquel sonido a lo largo del valle. La boca me sabe a sangre y estas dunas parecen infinitas. Mis pies resbalan.

Balbuceo palabras incomprensibles mientras apago el canuto que quemaba mi camisa. La cabeza me da vueltas. El sofá parece cobrar vida propia. No consigo aclarar mis ideas, aún sigo en aquella pesadilla. Aquel ruido me saca de un golpe del aturdimiento mientras contemplo las letras que se van formando en la pantalla "Inception". Comienzo a recordar pequeños fragmentos de todo lo ocurrido, pero se siguen fundiendo con ese horrible sueño. Apago la televisión y lanzo el mando lo más lejos posible.

—¿Pero qué cojones...?

Atrapado

Cada mañana despierto con un frío aliento en mi nuca. Ese odioso helor recorre toda mi espalda hasta que consigo espabilarme por completo. Me detengo, ya vestido, en el umbral de mi habitación. Una extraña sensación nace en mi estómago para acabar estrellándose en las sienes. Miro de reojo hacía la cama, esperando encontrar algo que sé que no puede estar ahí. Todas las mañanas sucede exactamente lo mismo. Pero esta locura es normal en la época del año en la que nos encontramos. El invierno llegó hará unos meses, metiéndonos de lleno en la densa niebla y la espesa nieve. Aún queda mucho para que el sol vuelva a brillar sobre nuestras cabezas.

No me quejo. Es un pueblo tranquilo, la gente es agradable y tengo un buen trabajo. Pero es este frío, que te cala los huesos enfriándote hasta el carácter. A nadie le gusta que fallen los generadores eléctricos, que se congelen las cañerías o quedarse incomunicado durante varios días. Es el precio que hay que pagar por la tranquilidad de vivir alejados de la mano del hombre.

Al asomarme por la ventana unos ligeros copos de nieve golpean mi cara con tal levedad que consiguen retomar su descenso como pioneros de la jodida ventisca que se avecina. Las previsiones meteorológicas son bastante más pesimistas que de costumbre, lo que ellos consideran la gran nevada del siglo para nosotros es sólo otro día más en este témpano al que llamamos hogar. Suerte que mi difunto padre fuese bastante paranoico con la idea de morir de frío y hambre en casa. Supongo que no me faltarán provisiones.

Echo de menos al viejo. Nuestra relación no era perfecta, ni mucho menos, pero pasamos algún que otro buen momento. Él me metió en la cabeza la idea de ser notario. Me trasladé a vivir aquí cuando falleció hará cosa de un año. Soy el único heredero en su testamento, nunca le importó una mierda el resto de su familia, llegué a heredar incluso su puesto de trabajo. La demencia senil fue a peor en los últimos meses. Los del hospital me contaron que se pasaba horas farfullando historias sin sentido y que se le veía todo el tiempo aterrado por lo que su propia mente le hacía ver. Me estremezco de pensarlo, me hubiese gustado verlo una última vez.

Mientras desayuno en la sala de estar observo algo que había pasado desapercibido en las últimas semanas, una pequeña grieta en la pared, no más allá de una simple línea dibujándose desde una de las ventanas hasta el marco de la habitación formando una especie de mueca. La casa ya era vieja cuando la compró mi padre y el tiempo pasa el doble de rápido con este tiempo tan irregular. De todas formas una grieta en una pared de escayola no es algo muy alarmante. El timbre de la entrada me saca de mis pensamientos, es extraño que alguien quiera verme a pocas horas de que arrecie la ventisca. Conforme me voy acercando a la puerta noto un leve silbido en los oídos, algo casi imperceptible, algo que cuando me gire sé que desaparecerá. El silbido desaparece antes incluso de girarme, otro ruido pone mis sentidos en alerta. Encima mío, en el techo, unas diminutas pisadas y el roer de lo que seguramente sea una rata. Perfecto, al menos no pasaré la ventisca solo.

La puerta chirría advirtiéndome algo que ya sé. No hay nadie. Puede que el timbre de la puerta esté roto, o quizá no. No voy a preguntar si hay alguien, pues sé que no lo hay. A lo mejor no estoy hecho para un invierno tan duro. O quizá sólo estoy algo estresado por lo que pasó con mi padre. Nada más volver adentro la corriente creada entre la casa y el portal provoca un clamoroso portazo. Mis nervios se quiebran como lo hace la arcilla al ser amasada durante demasiado tiempo y suelto un pequeño grito. Tardo unos largos segundos en reaccionar, aún temeroso me acerco a la puerta, preguntándome sobre qué busco en realidad. Contengo la respiración y pego la cara a la puerta intentando captar algún sonido más allá de la gruesa madera. No consigo oír nada aparte de mi forzada respiración y el constante bombeo de sangre de mi agitado corazón. Es de locos. Intento tranquilizarme, cierro los ojos pensando en lo estúpido que es todo esto y cuando por fin parece que consigo calmarme noto en el cogote una ligera sensación de calidez, la calidez se convierte en un suspiro tan helado que comienzo a tiritar, pero no de frío. Un temor tan grande como la certeza de que al volverme no habrá nada a lo que temer.

Recorro toda la casa armado con un cuchillo de cocina y la falsa seguridad de poder cortar fantasmas. Abro todas las puertas, enciendo todas las luces y me cercioro de que no hay nada en ningún rincón. No sé bien que estoy haciendo, me veo a mi mismo parado en el trastero mirando con los ojos desorbitados unos estantes completamente vacíos. Me da miedo estar perdiendo la cabeza. Me vendría bien una ducha caliente, pero no hay agua. Maldigo mi suerte mientras cierro la puerta pero ésta se cierra de golpe. No hay corriente. Oigo unos ligeros golpes al otro lado, unos golpes que se convierten en una lluvia de puñetazos. Intento abrir la puerta, pero el pomo no cede. Doy unos pequeños pasos hacia atrás, completamente helado por el miedo a lo desconocido. Los golpes son cada vez más fuertes, no sé como, pero se sincronizan con el latido de mi corazón, que cada vez es más rápido y temo pensar que no soy yo quien marca el ritmo. Dejo el cuchillo en el suelo y en un acto desesperado me lanzo con el costado para intentar abrir la puerta, cede bajo mi peso y se abre, los golpes cesan. Ojalá hubiese algo al otro lado, pero no, mi temor se alimenta de no saber que pasa, de pensar que me vuelvo loco.

Cuando todo parecía que no podía ir peor, oigo unos pasos detrás de mi y la puerta se cierra encerrándome en el trastero. Me levanto alarmado buscando el pomo entre la oscuridad. Sea quien sea quien me esté causando esto corre como alma que lleva el diablo a lo largo del pasillo. Abro la puerta y lo sigo. ¡Eso es! Sólo puede ser un ladrón, un intruso que buscase robar cuando nadie pudiera ayudarme. Lo sigo hasta la pequeña galería de la casa, aún con el cuchillo en la mano. Grito desafiante para poder verle la cara pero la casa está completamente vacía. Colocó el cuchillo en su sitio y me pasó las manos por la cara, masajeándome las sienes para intentar relajarme. Oigo a esa rata otra vez, rascando en el techo. Intento olvidarme de ello, pero insiste y mi paciencia se agotó hace un rato.

Armado con una linterna me dirijo de nuevo hacía la galería. Al comprar la casa mi padre me comentó que había un extraño altillo construido en la galería. Más o menos como un conducto de ventilación y lo suficientemente resistente para aguantar el peso de las cajas, no era muy alto, pero sí bastante largo. Al morir mi padre lo vacié por completo, puede que la rata se colara por ahí y subiese por la pared hacia el techo. Ayudándome de una escalera consigo colarme en el maldito altillo. Al iluminarlo con la linterna me fijo en que no lo recordaba tan largo. Me arrastro con dificultad, pero necesito una victoria hoy y acabar con esa rata quizá ponga fin a esta locura. El agobio no tarda en llegar por lo escueto del espacio para maniobrar. La ventisca ruge con fuerza en la calle. Tengo que aguantar varios días en esta casa como sea. Tras arrastrarme unos metros me fijo extrañado en algo de lo que no me había percatado. Justo al final del altillo, en la pared, había un agujero, obviamente por donde la rata había entrado, pero demasiado grande como para que lo hubiese hecho un pequeño roedor. ¿El viejo había intentado hacer reformas? Me arrastro un último metro, noto de nuevo ese desagradable pitido en los oídos. Puede que tenga algo de claustrofobia, pero tengo que asegurarme de no tener un nido de ratas.

Saco la linterna por el agujero y intento ver algo, pero el espacio no me permite mucho más, meto el brazo para intentar palpar algo. No alcanzo nada. Cuando lo saco, con cuidado de no enganchar la camisa con nada, mis manos rozan algo. No sé si es una rata, no se mueve y no tiene pelo, lo intento seguir palpando pero pierdo la referencia y ya no consigo encontrarlo. Algo me agarra con fuerza de la muñeca cuando casi tengo la mano fuera y tira de mi hacía abajo. Hace tanta fuerza que me da la sensación de que me va a arrancar el brazo. Apoyo la otra mano en la pared para intentar hacer fuerza y liberarme, pero parece no ceder. Los oídos me pitan con tanta fuerza que ya no oigo la ventisca. Tras unos segundos de forcejeo consigo liberarme y hacerme hacia atrás. ¡Mierda! El altillo es tan estrecho que no puedo darme la vuelta. Repto como mis fuerzas me lo permiten hacia atrás. Algo llama mi atención más que el miedo que siento. Tras el forcejeo he olvidado la linterna al lado del agujero. Miro y por fin mis ojos encuentran lo que buscaban, al final, mirándome con una cara completamente desfigurada. La criatura clava su mirada en mí, sin pestañear, casi sin inmutarse. Trago saliva, ahora hubiese preferido no saber que era lo que me atormentaba.

No sé como, pero aquel ser consigue abrirse paso a través del agujero. Me apuro en mi torpe huida, serpenteando como puedo. Pero estoy tan rígido que no consigo que mis músculos me obedezcan. Se sigue acercando, con una lentitud espasmódica, no emite ningún sonido aparte del ruido de su cuerpo golpeando las paredes del altillo. Yo también estoy en completo silencio, no emito sonido alguno ni con mis jadeos, el miedo es amo y señor de mi cuerpo. Tan absorto estoy en mi huida que no recuerdo la altura del altillo, ni la escalera. Mis piernas se enredan con la escalera al salir y caigo con todo, dándome un tremendo golpe en la cabeza.

Me despierto como si me hubiese despeñado por un acantilado formando un extraño escorzo junto a la escalera. No sé bien que ha pasado, puede que sólo fuese un sueño o algo producto de los nervios. Mi corazón sigue bombeando más rápido de lo que mi cuerpo puede procesar el oxígeno de la sangre. Estoy extasiado, pero a pesar de todo necesito saberlo, me subo a la escalera y aún con dudas en mi cabeza miro en el altillo. No hay nada. Está vacío. Suspiro aliviado por un segundo y bajo de la escalera para intentar olvidar este día. Es gracioso como durante uno o dos minutos tras despertar no tienes una clara noción de la realidad. Noto algo en el rabillo del ojo, esa sensación detrás de la oreja que te indica que algo no va bien. Está ahí, de pie, siempre lo ha estado. Al girarme desaparece, pero sé que volverá.

Llevo sentado varias horas en el suelo de la sala de estar, con todas las luces encendidas y todas las puertas abiertas. La ventisca golpea la casa con tanta fuerza que parece que vaya a salir volando, estoy atrapado. Aún si quisiese huir, no podría abrir la puerta de tanto que ha nevado. Casi ni pestañeo, lo oigo rascando en el techo y las paredes. Suspiro con la desgana de alguien que sabe que ya ha perdido una batalla que ni ha empezado. La luz parpadea varias veces hasta apagarse por completo, el generador no funciona. Hundo mi cara entre las piernas y espero. Sólo oigo algo entre el ruido de la ventisca, una respiración, y no es la mía.