Escribía a todas horas.
Siempre. No recuerdo momento en que no lo hiciese. Muchas veces me
dolían las manos, el bolígrafo se quedaba marcado a fuego en la
yema de mis dedos, pero no era lo que más me dolía, el dolor era
separar el bolígrafo de la mano, al igual que una extremidad siendo
amputada. Los lamía como quien se lame las heridas, e intentaba
darles forma de dedos, como le daba forma a mis historias.
Lo plasmaba todo allá
donde fuese, como una fotografía. A veces añadía detalles, otras
veces me inventaba las historias. Escribía romance, suspense,
terror, aventura, fantasía... Al principio no me dí cuenta, pero
poco a poco fui comprendiendo. Lo vi. Me vi. Proyectaba mi vida en
cada historia, escribía sobre mis miedos, sobre mis sueños, sobre
mis romances -los hubiese tenido o no-, creaba aventuras que jamás
podría tener. Y mi cara aparecía en cada personaje, en cada
conversación. Estaba por todas partes, los coches, las calles, los
edificios, cada ruido, cada silencio, todo era yo.
Me dio igual, incluso reí
pensándolo. Me gustaba ser mi propio escrito, darle vida,
compartirla con él. Era Dorian Gray, pero no sólo era un cuadro,
era muchos, muchos cuadros que se intercalaban unos con otros en
historias inconexas que contaban mi vida sin quererlo. Todos esos
relatos me hacían y me cambiaban a medida que los escribía. Me
sentía inmortal entre aquellas hojas.
Pero nunca nada fue como
lo imaginé. En un momento dado paré a pensar. Estaba ciertamente
cansado, toda esa energía, esa locura en la que me había envuelto
escribiendo se disipó. No podía recordar nada, mi mente se había
vaciado. Había proyectado toda mi vida en aquellas hojas y me había
quedado sin nada. No sabía dónde estaba, era un lugar oscuro que no
lograba reconocer. Tampoco sabía cuánto tiempo había pasado allí.
Miré mis manos y solté un sonido sordo, un gorgoteo sin vida, no
podía hablar, no sabía hablar, ni siquiera era capaz de expresar el
horror de ver las manos de un viejo donde antes estaban las mías.
¿Quién era? Intenté
gritar. Golpeé las paredes. No habían puertas ni ventanas. Sólo
aquel escritorio de madera maciza inamovible estaba iluminado, sin
ningún foco de luz aparente, y todo rodeado de hojas, de mi vida.
Busqué mi origen, busqué quién era. Pero no me encontré, nada de
lo que había escrito era yo. Me había reemplazado por sueños,
había envenenado mi propia existencia, todo estaba corrompido por
aquella tinta.
Ya lo tenía, podía
cambiar todo aquello. Si tan sólo encontrase una hoja en blanco,
podría escribirme de nuevo. Limpié el escritorio buscando un trozo
de papel inmaculado. Lo encontré, aún podía evitar toda esa
desesperación. Recogí el bolígrafo del suelo. Pero se me volvió a
caer. Ni siquiera intenté gritar en esta ocasión. La hoja se
escribía a si misma, y entonces lo comprendí, en mi último momento
lo vi, esa era la última hoja en blanco, la última hoja de mi vida,
el último cuadro, y yo era la historia.
Qué bonito. Me gusta mucho esta entrada. Es verdad que en cualquier historia, cualquier texto que escribamos, siempre habrá algo de nosotros.
ResponderEliminarUn beso (:
Una buena historia-reflexión sobre el escribir y la reinvención.
ResponderEliminarAsí y todo, me da un poco de miedo, ojalá que esa patología (que tal vez compartimos) no me lleve por territorios tan amenazadores.
Un fuerte abrazo.
HD