lunes, 13 de enero de 2014

Reescribiéndose

Escribía a todas horas. Siempre. No recuerdo momento en que no lo hiciese. Muchas veces me dolían las manos, el bolígrafo se quedaba marcado a fuego en la yema de mis dedos, pero no era lo que más me dolía, el dolor era separar el bolígrafo de la mano, al igual que una extremidad siendo amputada. Los lamía como quien se lame las heridas, e intentaba darles forma de dedos, como le daba forma a mis historias.

Lo plasmaba todo allá donde fuese, como una fotografía. A veces añadía detalles, otras veces me inventaba las historias. Escribía romance, suspense, terror, aventura, fantasía... Al principio no me dí cuenta, pero poco a poco fui comprendiendo. Lo vi. Me vi. Proyectaba mi vida en cada historia, escribía sobre mis miedos, sobre mis sueños, sobre mis romances -los hubiese tenido o no-, creaba aventuras que jamás podría tener. Y mi cara aparecía en cada personaje, en cada conversación. Estaba por todas partes, los coches, las calles, los edificios, cada ruido, cada silencio, todo era yo.

Me dio igual, incluso reí pensándolo. Me gustaba ser mi propio escrito, darle vida, compartirla con él. Era Dorian Gray, pero no sólo era un cuadro, era muchos, muchos cuadros que se intercalaban unos con otros en historias inconexas que contaban mi vida sin quererlo. Todos esos relatos me hacían y me cambiaban a medida que los escribía. Me sentía inmortal entre aquellas hojas.

Pero nunca nada fue como lo imaginé. En un momento dado paré a pensar. Estaba ciertamente cansado, toda esa energía, esa locura en la que me había envuelto escribiendo se disipó. No podía recordar nada, mi mente se había vaciado. Había proyectado toda mi vida en aquellas hojas y me había quedado sin nada. No sabía dónde estaba, era un lugar oscuro que no lograba reconocer. Tampoco sabía cuánto tiempo había pasado allí. Miré mis manos y solté un sonido sordo, un gorgoteo sin vida, no podía hablar, no sabía hablar, ni siquiera era capaz de expresar el horror de ver las manos de un viejo donde antes estaban las mías.

¿Quién era? Intenté gritar. Golpeé las paredes. No habían puertas ni ventanas. Sólo aquel escritorio de madera maciza inamovible estaba iluminado, sin ningún foco de luz aparente, y todo rodeado de hojas, de mi vida. Busqué mi origen, busqué quién era. Pero no me encontré, nada de lo que había escrito era yo. Me había reemplazado por sueños, había envenenado mi propia existencia, todo estaba corrompido por aquella tinta.

Ya lo tenía, podía cambiar todo aquello. Si tan sólo encontrase una hoja en blanco, podría escribirme de nuevo. Limpié el escritorio buscando un trozo de papel inmaculado. Lo encontré, aún podía evitar toda esa desesperación. Recogí el bolígrafo del suelo. Pero se me volvió a caer. Ni siquiera intenté gritar en esta ocasión. La hoja se escribía a si misma, y entonces lo comprendí, en mi último momento lo vi, esa era la última hoja en blanco, la última hoja de mi vida, el último cuadro, y yo era la historia.

2 comentarios:

  1. Qué bonito. Me gusta mucho esta entrada. Es verdad que en cualquier historia, cualquier texto que escribamos, siempre habrá algo de nosotros.
    Un beso (:

    ResponderEliminar
  2. Una buena historia-reflexión sobre el escribir y la reinvención.
    Así y todo, me da un poco de miedo, ojalá que esa patología (que tal vez compartimos) no me lleve por territorios tan amenazadores.
    Un fuerte abrazo.
    HD

    ResponderEliminar