El espíritu, inerte, fluye entre sus cuerpos a un ritmo que quizá no entiende, pero que comparte. Con la muerte esperándolos a cada beat, a cada movimiento inconsciente. Comparten la esencia de los que no son nada si no son esa masa uniforme, que no son más que la consecuencia de una generación muerta de raíz. Con sus sueños y esperanzas como el epitafio que nadie nunca escribirá en sus tumbas. Viven, sí, pero muertos.
A él le da igual. Sólo quiere vencer esa distancia que lo separa de la barra. Quince metros de cuerpos que parecen desnudarse a cada movimiento. Como ángeles precipitándose en soluciones que, al tocar el suelo, pierden todo significado. Pasa entre ellos sin alterar el comportamiento natural del engranaje. La barra aparece tras varias figuras que se mueven con luz propia. Pero a él ya no lo deslumbran. Unos ojos brillan con un gesto interrogante. Su tez pálida se tuerce en unas palabras que se diluyen sin más. Él también comienza a diluirse en un lugar lejos de cualquier sitio. Sin necesidad de ver más allá del siguiente segundo. Sus ojos ven pasar el tiempo, la música y los colores. Mientras gira con el todo, aún sin querer, aún perteneciendo a otro mundo. Esa música no ha dejado de calar en él. Y bajo su red, se siente libre.
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