miércoles, 9 de noviembre de 2016

Humo II

Su mente viaja entre imágenes inconexas que van formando todo tipo de historias. Mezclando lo que es real con muchos quizáses. Transformando su existencia en un baile de figuras que se oscurecen e iluminan a capricho de su imaginación. Sus párpados tiemblan bajo los pasos de aquellas ensoñaciones. Pero le es imposible distinguir quienes bailan y quienes van de la cocina a la sala de estar. No distingue tampoco qué mano se posa sobre su hombro para pedirle un último baile. Pero todos paran. Su nombre resuena en algún lugar muy lejos, muy cerca. Y como siempre, la música y aquellas imágenes comienzan a diluirse. Desapareciendo en los recovecos de su imaginación. Cayendo hacia abajo, transpirando por su piel y perdiéndose en el olvido de aquello que nos hace tan especiales. Y al final, todo se vuelve una mera sensación.

Sus ojos tardan en captar por completo el escenario. La rígida puerta de roble. El paragüero junto a la percha de la que cuelgan los abrigos. Y cada uno de los objetos de aquella mesa baja, donde suelen dejar el correo, las llaves y alguna que otra cosa que es incapaz de distinguir más allá de su forma y color. Sus oídos también tienen que acostumbrarse a unir los sonidos y palabras, a alcanzar cada onda, a que el mensaje no se pierda. Su nombre vuelve a sonar. Cada una de las notas que lo forman cambia de tonalidad. Algo más amable, algo sin bordes afilados, algo pulido y suave al tacto. Distinto. Andrés lo mira extrañado. Como si no lo terminase de conocer, pero sabiéndose todas sus excentricidades. Recupera el control de sus sentidos y asiente, no sabe a qué, pero el intercambio de sonrisas lo tranquiliza. Es lo que siempre le ha gustado de él. La simple y sencilla comprensión que fluye entre ambos, leves movimientos y gestos que lo significan todo. Allí, apoyado sobre la mesa, mirándolo fijamente, no como juez, sino como parte de él. Sus ojos se encuentran y se sonríen, todo parece ocurrir mucho más lejos de aquella habitación, en un lugar que sólo les corresponde a ellos, y que todos los demás tienen prohibido. Las facciones de su cara consiguen, una vez más, aturdirlo por completo. Su mandíbula cuadrada termina con agudeza en una barbilla que encierra esos labios que se tuercen y doblan de una hermosa manera cada vez que sonríe. Unos labios que lo atraen como el primordial golpeo de un bajo en un bar de mala muerte. Que le dicen que se quede con ellos. Le gustan incluso cuando no sonríen y se llenan hasta rebosar de esa triste melancolía con la que Dios decidió fabricarnos. El eco de las últimas notas de aquella canción se pierden en lo más profundo de sus oídos, y no hay nada más, sólo esa perfecta cara a escasos centímetros de la suya, con su pelo lacio cayendo de lado. Un pelo que odia tanto como quiere acariciar hasta perder el sentido del tacto. Que luce perfecto incluso por las mañanas. Andrés, antítesis de todo lo que él representa, paradigma del desaliño. Sus ojos se cierran intentando capturar ese momento para siempre.

Un beso, nada más. El contacto de sus labios en su frente. El latir de un corazón que hacía unos segundos no estaba. La sangre fluyendo. El rubor en su pálida cara. No le gusta interaccionar con la gente, pero podría vivir con ello. Andrés vuelve a la cocina.

– La comida se va a enfríar

Recuerda el ruido de las ollas de antes. Pero hace tiempo que olvidó que hora era. Mecanismos externos a su propia comprensión accionan su cuerpo hacia la cocina. El sol del mediodía luce por las ventanas. Que abiertas de par en par dejan a la brisa acompañarlos en su día a día. Le resulta tan idílico, que decide no manchar el momento con el humo de su tabaco.

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